UN VIAJE ALUCINANTE

UN VIAJE ALUCINANTE POR LAS PINTURAS DE

ORLANDO AGUDELO BOTERO

Ut pictura poesis: “Una pintura se hace como un poema.” Horacio

 

Quizás por ser las más íntimamente subjetivas de las artes, la pintura y la poesía son las que más natural y espontáneamente se conjugan y armonizan. Por esta razón los poetas siempre nos hemos sentido identificados con la pintura, aunque no dominemos su exigente oficio. Más importante son las emociones que nos inspiran línea y color, perspectiva y contenido. Abundan en las antologías de todos los idiomas poemas inspirados tanto por cuadros como por sus creadores. El gran poeta español contemporáneo Rafael Alberti consagró todo un libro “A la pintura,” a tan sublime simbiosis que él sintetiza en una estrofa: “A ti, fingida realidad del sueño./ A ti, materia plástica palpable./ A ti, mano, pintor de la pintura.”

Es evidente que, manejando los mismos materiales etéreos de los pintores, los poetas podemos hablar de la pintura en un idioma distinto al de los críticos de arte, a veces tan alambicado que parece inventado para impresionar a otros críticos. Los poetas describimos la pintura con menos conocimientos pero con más sensibilidad e intuición, con más imaginación que erudición. Es precisamente con tales credenciales de lego en el oficio y hermano en la emoción que me atrevo a emprender este viaje por la obra de alcance cósmico del pintor colombiano Orlando Agudelo Botero, desde sus modestos origenes en las frondosas tierras cafeteras de su patria hace cincuenta años, en el seno de una familia burguesa de doce hijos, hasta su actual consagración en los museos y galerías de mayor prestigio de los Estados Unidos, donde vive y trabaja desde 1968.

La Familia

“La patria es la infancia,” escribe Ernesto Sábato. Los primeros años de Agudelo Botero, el entorno campesino, la solidez de su hogar paterno, la fe religiosa, su descubrimiento casual de la pintura durante la más tierna infancia, con la liberación que ésta le deparó y su formación ajena a cualquier escuela de bellas artes, se traslucen como grandes temas en sus diversas etapas de superación. De este grupo me conmueven especialmente tres cuadros. Notable impacto dramático inspira Madona Mía (1993), en el cual la madre tierra arrulla en su redondez al hombre endeble con su angustia existencial sobre un fondo de cirios encendidos que comunican una paz más humana que litúrgica. Santafé de Bogotá, December 6, 1989 (1989) constituye una síntesis abstracta de la protección maternal. La afectiva majestuosidad de la solitaria figura de la madre ofreciendo protección y seguridad al niño, sugiere que la misericordia y aún la redención son posibles en medio de la devastación emocional y física del terrorismo. El título de la pintura lo originó un acto de violencia terrorista acaecido ese día en Colombia. La gama de los colores patrios, amarillo, azul y rojo, utilizada con intensidad retumba en ecos estremecedores y esperanzadores a su vez.

De composición inspirada por los vitrales de la iglesia de la infancia del artista, La Familia I (1990) constituye una loa en púrpuras, rojos, blancos y negros al hogar de su infancia. La madre, como epicentro, es rodeada por tres de sus hijos apenas insinuados con líneas de trazo incierto. En el tras fondo, el perfil de un hombre esbozado en oro representa al padre, la figura final del entorno familiar.

El Espíritu

Los temas religiosos y espirituales conforman la parte más extensa de este libro, y es difícil escoger las obras que más nos estremecen. En la serie Las Cruces, pintada entre los años 1987 y 1994, el artista recurre al sencillo símbolo cristiano para expresar, siempre con la misma composición clásica y variación de colores, una gama de emociones que oscilan entre la esperanza, la soledad y la paz, el amor y la devoción. Ante estas cruces se puede meditar horas enteras. La Búsqueda (1993) nos muestra, contra un fondo de claroscuro en carboncillo sobre yeso, de espaldas, a un hombre desnudo con los brazos extendidos al firmamento en acción de búsqueda. En el azul profundo del infinito se encuentra sutilmente esbozada, cuando aún la pintura se encontraba fresca, la representación de una fuerza superior, tan sólo un impulso, que resalta conmovedoramente los brazos anhelantes de la humanidad en su eterna búsqueda. En Aleluya (1991) el pintor rinde homenaje a las formas de culturas precolombinas que se reiteran en su obra. Esta vez un coro de figuras infladas con la redondez de la madre tierra y dotadas de rostros indígenas entona una plegaria colectiva, todo pintado en ocres, azules y verdes que la luz de los cirios apenas iluminan.

Emociones

Autenticidad y honestidad caracterizan la obra de Orlando Agudelo Botero. Creadas por un artista que pinta lo que siente y no lo que ve, sus pinturas reflejan todo ese espectro de emociones personales, tan únicas en su manera de ser expresadas, como único es el maestro en su sentir. En Uno (1988) el artista ha plasmado la esencia del sí mismo en un retrato que se acerca casi a la abstracción. Utilizando el dorado sobre un fondo de púrpuras y rojos, con la ayuda del palustre, ha creado la cabeza y el cuello de una estilizada figura. El tras fondo de los colores utilizados le dá a la pintura un aspecto de campo espacial, en donde la figura humana, de frente al vasto infinito, se yergue solitaria. Al hacer uso del dorado para crear el perfil humano, el maestro parece no querer otra cosa más que destacar las virtudes del ser humano en la sociedad actual.

María, María, María (1992) es indudablemente una romántica pieza de sabor latino. Nuestro artista ha concebido varias pinturas de composición similar con resultados totalmente diferentes. En este alto relieve, la figura delicada y estilizada de una mujer con su cabellera larga y exhuberante cayendo en cascadas y su mano dirigida hacia una cercana caricia de su propio corazón, se encuentra en actitud de extasis frente al eclipse solar. Primitivismo (1992) pertenece a una serie de trabajos que incluye también Indígena, Retrato de Pablo Zaragoza y Humano, inspirada por las culturas precolombinas de América. Completadas luego de las visitas efectuadas por el artista a Chichén Itzá y Tulún en la Península de Yucatán y a San Agustín en el departamento del Huila al sur de Colombia, estas pinturas rememoran la tradición de estas antiguas culturas en donde la energía creativa se conjugaba con las fuerzas religiosas y rituales. Estos trabajos evocativos, de estilo simple, son profundamente representativos de nuestra esencia humana y vinculan al hombre del pasado con el actual. En su naturaleza son símbolos inmortales y universales de la cualidad del ser humano.

Creencias

Obedeciendo a mi instinto de novelista, que anhela llegar al desenlace, dejé para lo último la parte de la obra de Agudelo Botero que figura en primer término en este libro. Porque era menester identificar al artista y a su evolución antes de culminar en su última etapa, que él califica de “obras de enseñanza,” y que en un ensayo anterior describí como “imbuída de metafísica y energía cósmica.” Para citar nuevamente a Homero: “Pictoribus atque poetis quidlivet audendi semper fuit aequa potestas,” o “Los pintores y los poetas siempre han tenido licencia para atreverse a cualquier cosa.” Que nuestro pintor sabe atreverse lo comprueba su más reciente evolución. En Equilibrio: Balance de Personalidades (1995) nuestro virtuoso colombiano de la paleta y la línea utiliza el círculo en su obra a manera de metáfora en relación a la vida. El rostro del hombre es un retrato bipolar de frente y de perfil que insinúa la dualidad de su naturaleza. Las líneas que emanan del centro simulan los rayos de una rueda y los rostros posados en el borde del círculo reemplazan al rostro central cuando la rueda entra en movimiento, sugiriendo el balance que se hace necesario para lograr alcanzar la armonía en nuestras vidas. Esta obra nos permite identificar al maestro Agudelo Botero en lo mejor de sí mismo y a su vez reconocerlo no solamente como pintor sino también como filósofo.

Blancos y azules predominan en la magistral composición circular de Equilibrio: Comprender y Acoger Nuestra Naturaleza (1995). Imagen fiel a la reverencia que Orlando profesa por la naturaleza, es la figura humana que descansa en posición de loto, en meditación contemplativa, contra el azul profundo del espacio. En esta obra el artista se atreve a llegar hasta lo más recóndito de la naturaleza humana para encontrar que los cambios y la aceptación de allí provienen. Para matizar la versatilidad de Agudelo Botero, retrocedamos al año de 1988 con Mensajero de Paz, una refrescante composición en grices y oros que nos evoca a un mismo tiempo una escultura griega y un dibujo picassiano pero sin perder el sello intensamente personal de nuestro artista. Estas imágenes de paz, unidad global y desarrollo personal son tenor recurrente en la obra del pintor que —no dudarlo— lo hace destacar entre sus contemporáneos.

Y para cerrar este capítulo, Efigie (1990), un trabajo en lienzo tan sencillo como emocionante en el que Agudelo Botero utiliza nuevamente la gama de sus colores patrios para transmitir a sus coterraneos un mensaje que exalta la disciplina, el optimismo y la perseverancia. Una vez más encontramos al filósofo en el pintor cuando Orlando enfrenta la crisis de valores que afecta a la sociedad contemporánea. Al sembrar semillas de resposabilidad personal, Efigie, al igual que todas las obras del maestro Agudelo Botero, habla elocuentemente del gran significado de la vida y trasciende al igual que todas ellas barreras de edad, raza, religión y género.


 

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